Hace algunas semanas que diversas personalidades del ámbito académico y político han sometido a discusión el tema de la nueva ley universitaria, si es necesaria o no la creación de un ente regulador de la educación superior en el país, o si dicho ente –fruto de una iniciativa del Poder Ejecutivo– lesionaría sin remedio el principio de autonomía cuya observancia requiere el funcionamiento de toda genuina institución universitaria. Desafortunadamente, no siempre se tiene claro cómo se concibe la universidad y cuál sería su rol en la vida de la sociedad.
Conviene recordar que la universidad tiene como fin esencial la creación, discusión y transmisión del conocimiento. Tanto el conocimiento que puede ser aplicado de manera inmediata en el mundo de la tecnología y en el de la producción como el tipo de saber de las “disciplinas puras” que tienen como objetivo la verdad o la expresión de sentidos, son importantes para una auténtica universidad. La docencia, la investigación y la publicación de textos académicos constituyen los medios a los que recurre la universidad para cumplir con este propósito. Por supuesto, la institución universitaria forma e instruye a futuros profesionales que ingresarán al mundo laboral, un ámbito en el que deberán desenvolverse con lucidez, eficacia y probidad. Pero el compromiso fundamental de la institución universitaria con nuestra sociedad se identifica con la búsqueda de conocimiento y con la formación del espíritu crítico entre sus miembros.
La universidad es un espacio en el que se cultivan las diferentes manifestaciones del saber, diversos métodos y enfoques. Es un lugar en el que se le rinde culto al rigor científico, a la capacidad de argumentar y de crear, y al trabajo con fuentes y evidencias. La razón, y no la fuerza o la arbitrariedad, constituye la pauta para suscribir una perspectiva o tomar una decisión; los consensos se construyen a través del intercambio de razones. Por eso la universidad tiene que ser plural, un lugar para el ejercicio de la tolerancia y el encuentro de las diferencias. Debe admitirse el punto de vista que se sostiene en argumentos consistentes, o que exhiba evidencia. La práctica habitual de gestión del conocimiento en la vida universitaria –en las clases, en los procesos de investigación– consistente en examinar argumentos y admitir los mejores, encierra una profunda lección ética: el rechazo de la violencia, de la manipulación ideológica y del dogmatismo. La apertura a una vida racional, el acoger la diversidad, valorar la crítica y estar atento a las razones de los demás.
La universidad es en cierta forma el espacio de construcción de la conciencia crítica de una sociedad. Una de las grandes tareas de la institución universitaria es pensar el país, sus estructuras e instituciones, las ideas desde las cuales se organizó como tal, los valores que movilizan a sus miembros. Discutir lo que nos importa como comunidad política, promover sentido de ciudadanía y contribuir con el ejercicio de la justicia. El efecto distorsionador de la creciente mercantilización de la educación ha generado que esta importante dimensión de la formación universitaria se torne menos visible ante nuestros ojos. Para muchos promotores de la llamada “universidad–empresa”, de lo que se trata es únicamente de capacitar profesionales funcionales a lo que el sector privado busca. La investigación, la preocupación por el conocimiento en tanto tal, la reflexión sobre nuestra vida comunitaria y la calidad de nuestra democracia desaparecen como elementos relevantes del quehacer universitario. Perder de vista las posibilidades de sentido que entrañan el conocimiento y la ciudadanía tiene un alto precio. En la medida en que las facetas de la vida de la universidad se estrechan y empobrecen, perdemos horizontes de reflexión y de acción para hacer de nuestra sociedad un auténtico recinto de libertad y realización humana.
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