Hemos sostenido que el objetivo prioritario de una genuina institución universitaria es la creación, discusión y difusión del conocimiento. No solo el conocimiento “útil” para el mundo del mercado y la tecnología, sino también aquel que ensancha nuestros horizontes de comprensión, que nos hace más sabios y libres; ese saber que cultiva la Filosofía, pero también la Matemática y la Física pura, la Literatura y la Historia, solo por citar algunas disciplinas académicas. Se trata de formas de saber que enriquecen nuestro espíritu a la vez que nos llevan a explorar dimensiones cruciales de la realidad y de la vida del hombre en su dimensión personal y social.
Si bien la instrucción de profesionales competentes es tarea importante para la universidad, el cuidado del pensamiento y de las virtudes ciudadanas resulta fundamental en sus actividades. Estos propósitos han sido particularmente desatendidos en nuestro medio debido, en parte a un lamentable proceso de mercantilización de la formación universitaria iniciado fundamentalmente con el Decreto Legislativo 882 y que permitía la creación de universidades privadas que asumieran como objetivo el lucro.
Duele señalarlo pero muchas de las nuevas universidades adoptaron sus planes de estudios siguiendo las exclusivas necesidades del mercado: se ajustó el tiempo de estudios para hacer la oferta más atractiva a los ojos de potenciales clientes; no se apreció la necesidad de los Estudios Generales como una etapa crucial de la formación académica y la maduración vocacional; se excluyó todo lo que no fuera “útil” para el ejercicio de la profesión elegida; se fue indiferente a desarrollar todo lo que significara gasto y así, evidentemente, no se abrieron carreras que atrajeran pocos alumnos –Filosofía, Lingüística, Historia, Física, Matemáticas– y consecuentemente no se alentó la existencia de buenas bibliotecas, laboratorios modernos y equipamiento de calidad.
Se perdió así calidad y exigencia al tiempo que hubo un alejamiento de la dimensión esencial del cultivo de la universalidad del conocimiento y de la expresión de sentido para solo transmitir una estrecha concepción del mundo basada en la competencia de individuos con intereses privados contrapuestos y orientados a la búsqueda mayor de productividad material. Los valores del saber comprometido con la vida buena, la justicia y solidaridad dentro de la sociedad fueron desatendidos quedando entonces el “mercado” como espacio primero e incuestionable de la conducta humana.
Frente a ello hay que decirlo una y otra vez: la universidad ha de ser escenario para el diálogo intelectual y moral. Parte sustancial de su quehacer debe aplicarse a examinar y discutir las concepciones del mundo implícitas en nuestras prácticas e intuiciones cotidianas. La imagen de la vida centrada en la competencia y el cálculo costo–beneficio que identifica el mercado como el espacio medular de la vida social debe someterse a un debate racional y moral. La vida del conocimiento científico y de la acción ciudadana requiere, para su ejercicio cabal, la existencia de formas de cooperación, solidaridad y comunidad que trascienden la lógica de la competencia y del limitado individualismo. Resulta claro para quienes deseen verlo: la comunidad política y la comunidad científica precisan ir más lejos del cálculo instrumental; necesitan de un sentido de pertenencia a un proyecto compartido, la búsqueda de valores fundamentales –la verdad, el conocimiento, la justicia– que no se agotan en la lógica de la utilidad. Lo que ha de buscarse es finalmente formar hombres desarrollados intelectualmente, que sean asimismo sujetos en los que hayan madurado los afectos y la comprensión de la necesidad de servir a los demás para constituir una sociedad más humana y digna. Ese es el camino que nos realiza como personas y que debe ser ofrecido honestamente por la Universidad a los jóvenes que acceden a ella.
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