En el último medio siglo, nuestro sistema universitario ha
declinado y con ello, claramente, no ha contribuido al desarrollo del
país. Quizá esa decadencia se exprese en el estado en que se encuentra
la universidad pública. Ahí donde debió crearse una educación superior
de calidad accesible en principio para todos, se establecieron grandes
concentraciones burocráticas que han devenido poco gobernables al caer
en una espiral de radicalismo político que terminó por tergiversar, y
de hecho, neutralizar sus posibilidades de injerencia constructiva en
los asuntos públicos. No solamente eso: el Estado, al hallar en la
universidad un foco de acción y prédica fuertemente contestataria, optó
por retirarle el sostenimiento financiero y abandonarla a su suerte.
Esto ha situado a las universidades públicas en una triple situación
de precariedad: honda pobreza de su infraestructura, incapacidad para
atraer a sus claustros a las personas más capacitadas y una dotación
presupuestal ínfima que, además, se hace proporcionalmente más
insignificante en la medida en que continúa la proliferación demagógica
de universidades sin futuro ni presente.
Superar este estado de cosas exige reconocer que en este momento no
tenemos un modelo de universidad que haya sido el resultado de un
cuidadoso diálogo entre Estado y sociedad. Existen los residuos dejados
por la decadencia de un modelo anterior y, de otra parte, los nuevos
aditamentos de un seudomodelo nuevo, resultante de una legislación
oportunista o, en el mejor de los casos, irreflexiva y cegada por un
cierto fetichismo empresarial. Debemos, pues, reconocer la necesidad de
plantear un modelo distinto que rompa con ciertos mitos paralizantes
para así revitalizar a la universidad pública.
El primero de esos mitos es la idea de que deba existir una
distinción tan tajante entre universidad pública y privada. A lo sumo,
esa distinción tendría alguna relevancia en el planteamiento de una
política nacional de rescate de las universidades estatales con los
incentivos de diverso tipo que para ello sean necesarios. Pero en cuanto
a los objetivos, la concepción de la relación educativa, las dinámicas
de gobierno interno, los niveles de excelencia exigidos para los
estudiantes, pero también, esencialmente, para los docentes y sus
autoridades, esas diferencias deben ser borradas. Necesitamos un sistema
universitario que garantice, en su unidad, una formación de calidad a
todos quienes accedan a él, en lugar de un sistema de segregación en el
cual sólo tienen formación profesional solvente los que pueden pagar
por ella.
Otro mito por desterrar es la inadecuada comprensión del principio
de autonomía. Este debe ser asumido no como extraterritorialidad, sino
como el derecho de autogobierno al servicio del país, con la conciencia
añadida de que no hay derecho sin responsabilidad, esto es, no hay
autonomía sostenible sin rendición de cuentas obligada. Y esa no es
únicamente una rendición de cuentas financiera o funcional, sino también
moral y cívica: la autonomía de la Universidad, que hay que defender,
debe defenderla también de la colonización de los claustros por
ideologías ciegas e intolerantes y por intereses políticos minúsculos
que, paradójicamente, terminan alejando a la Universidad de su
preocupación por la cosa pública.
El tema, obviamente, no se halla agotado. Seguiremos con él más adelante.
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