Por: Jorge Secada Koechlin
 Hace unas semanas recordábamos el decreto 882 de Alberto Fujimori. Esta
 ley para la "Promoción de la Inversión en Educación” ha permitido la 
creación de un número creciente de empresas comerciales dedicadas a la 
venta de servicios educativos universitarios. Estos negocios son 
entidades esencialmente distintas de universidades como la Universidad 
Nacional de San Marcos, la Pontificia Universidad Católica del Perú, la 
Universidad Peruana Cayetano Heredia, la Universidad Nacional de 
Ingeniería o la Universidad Nacional Agraria, para mencionar algunos 
ejemplos. Esta confusión entre universidades y universidades tiene 
consecuencias dañinas y precisa aclararse.
 Un negocio universitario es una empresa que se dedica a la venta de 
servicios educativos a nivel superior. El propósito último de estas 
empresas es generar utilidades. Algunas de estas instituciones compiten 
en el mercado educativo ofreciendo un producto de mejor calidad; otras 
lo hacen atendiendo principalmente al precio que cobran por sus 
servicios. Ese es un asunto que concierne a cada empresa y a nadie más. 
 El Estado debe proteger a la sociedad, a los consumidores y a los 
negocios. La mejor manera de regular este y  cualquier otro mercado es 
asegurando libre competencia y consumidores informados y con criterio. 
Por eso, el Estado debe exigir que todo negocio universitario les 
proporcione a sus futuros clientes la información necesaria para que 
puedan evaluar la calidad de los servicios que se les ofrecen y 
compararlos con los de las otras empresas del ramo.
 Muchos de estos negocios educan profesionalmente en campos cuyo 
ejercicio el Estado con razón regula, como son, por ejemplo, la 
medicina, las ingenierías, la abogacía o la enfermería. Son los colegios
 correspondientes los que deben garantizar capacidad profesional. Por 
consiguiente, no deben colegiar ni autorizar el ejercicio profesional en
 base exclusivamente a un título.
 Estos mecanismos de control –exigir información que permita evaluar los
 servicios ofrecidos y asegurar que los colegios profesionales 
garanticen capacidad más allá de los estudios realizados– bastan y 
sobran para regular la venta de servicios educativos. Si hablamos de 
negocios universitarios, la Asamblea Nacional de Rectores y sus 
organismos asociados, como el Consejo Nacional para la Autorización de 
Funcionamiento de Universidades, son entidades innecesarias y hasta 
inapropiadas. Sabemos que no sirven para garantizar estándares mínimos 
de calidad y no tenemos porqué creer que sí lo harán en el futuro. Y la 
noción de que una asociación independiente de negocios supervise y 
regule a las empresas del ramo con el fin de garantizar la calidad de 
sus productos no es de la mejores.
 A diferencia de los negocios universitarios, universidades como San 
Marcos, Cayetano, la UNI o la Católica tienen planteles de profesores 
con doctorados o títulos equivalentes, a tiempo completo y con contratos
 vitalicios. Este cuerpo de profesores participa en la administración de
 la universidad que en mayor o menor medida incorpora mecanismos de 
autogestión. ¿Por qué esto?
 Parte de las funciones laborales de un profesor de estas universidades 
es la producción de conocimiento. En algunos casos esta función puede 
ser la principal: durante un sabático es la única que se le impone. La 
creación intelectual requiere dedicación completa en condiciones de 
seguridad económica. En muchos casos los mejores frutos se ven luego de 
décadas de investigación.  Esto explica porqué, pasado un período de 
prueba de muchos años, a estos profesores se les otorgan nombramientos 
de por vida. Un propósito adicional del nombramiento vitalicio es 
proteger al profesor de la voluntad de sus empleadores y asegurar que 
pueda trabajar con absoluta libertad, guiado solamente por las 
exigencias de su disciplina. 
 ¿Cómo se educa en estas universidades? Exponiendo críticamente al 
estudiante a los diversos campos del saber. En sus cursos no solamente 
se transmiten contenidos sino que se evalúan, se discuten y se 
cuestionan. Incluso, en seminarios y cursos avanzados se incorpora al 
estudiante a los mecanismos de producción de conocimiento. Por todo 
esto, los profesores de estas universidades tienen doctorados. Un 
doctorado requiere haber hecho una contribución al conocimiento. Vemos, 
pues, que en estas instituciones académicas la investigación y la 
producción de conocimiento no se pueden separar de la labor docente.
 La creación de conocimiento florece en comunidades libres de 
pensamiento, comunidades que encarnan el diálogo franco, imaginativo y 
riguroso, la conversación honesta que atiende solamente a la razón y la 
verdad. Estas universidades cumplen así un papel central en la formación
 de sus estudiantes, abriendo sus mentes, inculcando valores 
intelectuales y disponiéndolos para la vida ciudadana. Pero es esto lo 
que, además, las convierte en la conciencia crítica del país. Por ello, 
toda universidad genuina se administra en buena medida con autogestión. 
 Vemos, pues, que estas características de las verdaderas universidades 
no son atavismos ineficientes, sino esenciales para que la universidad 
cumpla sus funciones. Por eso existen en todas las buenas universidades 
en cualquier país, sin excepción. Imponen, sin embargo, un costo 
económico enorme, al punto de hacerlas inviables comercialmente. Si al 
tiempo libre y la seguridad laboral de los profesores le agregamos los 
gastos en laboratorios y equipos, bibliotecas y otras necesidades de la 
investigación y los estudios universitarios apreciaremos porqué una 
universidad genuina no puede ser negocio. De hecho no lo es en ninguna 
parte del mundo. 
 Todas las universidades generalmente consideradas entre las mejores del
 mundo (hablamos de cientos y hasta miles de universidades, incluyendo 
algunas peruanas) son instituciones subsidiadas. Ninguna, absolutamente 
ninguna, es un negocio rentable. Esto es verdad también para las pocas 
verdaderas universidades peruanas. Una buena parte tiene fondos de 
inversión que ha acumulado a través del tiempo a partir de donaciones 
filantrópicas. Los fondos de inversión de la universidad de Harvard son 
de decenas de miles de millones de dólares; los de cualquier universidad
 regional sin posgrado en los Estados Unidos son de cientos o al menos 
decenas de millones. 
 La confusión entre negocios universitarios y universidades es sumamente
 dañina, y lo es de múltiples maneras. Desnaturalizamos la verdadera 
universidad cuando las consideraciones que la rigen son mercantiles. 
Para citar solamente un ejemplo, el tamaño de una universidad es 
determinante de su vida institucional. Dejar que razones comerciales 
determinen su escala es pervertirla y minar sus funciones propias.
 Se impone crear cuanto antes un Sistema Nacional Universitario que 
reúna a todas las universidades genuinas del país, privadas o públicas. 
Este sistema autónomo integraría a profesores y alumnos y permitiría un 
mejor uso de recursos. Supone fundar universidades a través de 
mecanismos de financiamiento que aseguren su autonomía y sus rentas. 
Debemos considerar sin más demoras la creación de fondos intangibles. Es
 tiempo de recuperar las propiedades de San Marcos y darles el uso para 
el cual fueron originalmente donadas.
 La certificación de universidades, condición indispensable para 
pertenecer al Sistema Nacional Universitario, se debe basar en criterios
 universalmente aceptados: relación entre número de alumnos y número de 
profesores nombrados y a tiempo completo; porcentaje de profesores con 
doctorados u otros grados o títulos similares; citas en revistas 
académicas reconocidas de las publicaciones de sus profesores; recursos 
bibliográficos e inversión en investigación; para mencionar solo 
algunos. Estos criterios permitirán establecer un rol de mérito 
institucional que articule el sistema y que asegure beneficio mutuo, 
incluso entre instituciones de dispar calidad.
 
 
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