No cabe duda que una educación superior de calidad y pertinencia, que provea al país de profesionales y tecnólogos competitivos en todos los campos, es clave para sostener el proceso de desarrollo económico y social en el que estamos todos involucrados. Sin embargo, la educación superior en el Perú está conformada por universidades e institutos muy heterogéneos en cuanto a la calidad de la formación que imparten y en su vinculación con las necesidades de nuestras empresas y organizaciones sociales.
De acuerdo a la teoría económica, los servicios educativos, sobretodo aquellos en el nivel superior, pueden ser considerados como “bienes experiencia”. La calidad y pertinencia de estos bienes o servicios es difícil de percibir por adelantado, y sólo se revelan con precisión luego de la experiencia de su consumo efectivo por parte de la sociedad (en el caso de una profesión universitaria o técnica, esto significa entre 3 a 8 años después del inicio de la formación).
Para que el mercado funcione adecuadamente en estos ámbitos, las mejores prácticas internacionales recomiendan la provisión a todos los interesados de abundante información, acerca de la calidad de la formación y la empleabilidad de los egresados, y algún grado de regulación de la oferta, sobre todo en el caso de la apertura de nuevas entidades (para asegurar ex ante un mínimo razonable de calidad y pertinencia del servicio a ofrecerse, en ausencia de información sobre egresados durante los primeros años de funcionamiento).
Luego del fracaso de las economías centralmente planificadas, han pasado a mejor vida los sistemas de planificación milimétrica de las cantidades de vacantes que debían ofrecerse en las distintas carreras, con el fin idealista de evitar supuestas saturaciones o escaseces en el mercado laboral. Por el contrario, actualmente se confía más en las señales y la dinámica del mercado y se les complementa con sistemas reconocidos de acreditación de la calidad académica, que pueden ser procedimientos voluntarios u obligatorios para las universidades y facultades, según la preferencia mayor o menor por las reglas de asignación de recursos por el mercado.
Por ejemplo, en el caso del Perú, está vigente una ley que crea un sistema de acreditación (aún en implementación) y que la establece como obligatoria para las carreras de educación y ciencias de la salud y como voluntaria para todos los demás campos de la formación superior. Mi opción personal al respecto es por una acreditación voluntaria con incentivos y premios (por ejemplo, financiamiento para investigaciones, becas y préstamos para estudiantes, etc.) para quienes la realicen y obtengan el sello de calidad.
En los últimos meses, salieron a la palestra casos de universidades peruanas y facultades de dudosa calidad, entrelazados con escándalos políticos y hasta judiciales. La reacción efectista inmediata fue proponer que se suspendiera la apertura de nuevas universidades para evitar la proliferación de más universidades e institutos de mala calidad. Más recientemente, se ha sugerido prohibir la constitución de nuevas facultades de derecho en el país, en vista de la supuesta saturación del mercado y el exceso de oferta de abogados en todo el Perú.
Como ha quedado demostrado en el mundo entero, los controles cuantitativos para la educación superior no son una buena opción de política. Es iluso pensar que existen planificadores centrales iluminados que puedan adivinar mejor que el mercado las necesidades presentes y futuras del país. La experiencia de muy buenos colegios (y universidades e institutos) privados aparecidos en la última década en el país indican claramente que el dilema no es prohibir o no la aparición de nueva oferta. La mejor decisión política pasa por garantizar la calidad de la formación, por el lado de la acreditación, y por proveer de mayor y mejor información al mercado para la toma de decisiones adecuada, por el lado de los jóvenes y sus familias.
Tomemos el caso de la carrera de Derecho. En primer lugar, no queda claro que realmente exista la saturación flagrante de abogados en el país. En un estudio reciente sobre los retornos a la educación superior en el mercado laboral peruano, encontramos que los abogados figuraban en el tercio superior de las profesiones mejor remuneradas en el país (quinto lugar) con más de mil dólares de ingresos netos mensuales promedio. Asimismo, calculamos que el 87% de los abogados estaban empleados en ocupaciones profesionales afines a su carrera y que sólo 11% estaba subempleado profesionalmente y un 1% se encontraba totalmente desempleado (estos porcentajes se comparan muy favorablemente en relación al resto de profesionales peruanos que ostentan un 29% promedio de subempleo y 4% de desempleo abierto). Cabe anotar, adicionalmente, que estos estimados fueron realizados con datos de la primera mitad de la década del 2000, es decir, antes del ciclo de crecimiento económico enorme que ha tenido la economía peruana y que debe haber mejorado aún más los indicadores de desempeño profesional de los abogados bien formados en el país.
En segundo lugar, es probable que, ante la ausencia de una opción técnica superior en el ámbito jurídico, en muchos casos se estén empleando abogados para la tramitación de una infinidad de procedimientos que los podría realizar eficientemente un técnico jurídico con tres años de formación teórico práctica. En este caso, el problema sería más bien la rigidez con que se maneja el menú de profesiones técnicas autorizadas por el Ministerio de Educación para ofrecerse en los institutos superiores.
En resumen, la medida de prohibir toda nueva oferta de profesionales para evitar que aparezcan malos egresados suena eficaz, pero es totalmente inadecuada desde el punto de vista económico, porque es como prohibir la filmación de nuevas películas porque se detectaron algunas películas de mala calidad. Existen y existirán siempre nuevos proyectos de educación superior muy buenos y muy malos.
Dejemos que sea el mercado y los consumidores quienes, provistos de toda la información sobre la calidad y pertinencia del caso, tomen sus decisiones libremente y premien con mayor matrícula a las universidades e institutos que hacen mejor el trabajo de detectar las demandas presentes y futuras del sector productivo y castiguen con aulas vacías a las entidades que tienden a “estafar” con carreras poco empleables a muchos jóvenes poco informados.
De acuerdo a la teoría económica, los servicios educativos, sobretodo aquellos en el nivel superior, pueden ser considerados como “bienes experiencia”. La calidad y pertinencia de estos bienes o servicios es difícil de percibir por adelantado, y sólo se revelan con precisión luego de la experiencia de su consumo efectivo por parte de la sociedad (en el caso de una profesión universitaria o técnica, esto significa entre 3 a 8 años después del inicio de la formación).
Para que el mercado funcione adecuadamente en estos ámbitos, las mejores prácticas internacionales recomiendan la provisión a todos los interesados de abundante información, acerca de la calidad de la formación y la empleabilidad de los egresados, y algún grado de regulación de la oferta, sobre todo en el caso de la apertura de nuevas entidades (para asegurar ex ante un mínimo razonable de calidad y pertinencia del servicio a ofrecerse, en ausencia de información sobre egresados durante los primeros años de funcionamiento).
Luego del fracaso de las economías centralmente planificadas, han pasado a mejor vida los sistemas de planificación milimétrica de las cantidades de vacantes que debían ofrecerse en las distintas carreras, con el fin idealista de evitar supuestas saturaciones o escaseces en el mercado laboral. Por el contrario, actualmente se confía más en las señales y la dinámica del mercado y se les complementa con sistemas reconocidos de acreditación de la calidad académica, que pueden ser procedimientos voluntarios u obligatorios para las universidades y facultades, según la preferencia mayor o menor por las reglas de asignación de recursos por el mercado.
Por ejemplo, en el caso del Perú, está vigente una ley que crea un sistema de acreditación (aún en implementación) y que la establece como obligatoria para las carreras de educación y ciencias de la salud y como voluntaria para todos los demás campos de la formación superior. Mi opción personal al respecto es por una acreditación voluntaria con incentivos y premios (por ejemplo, financiamiento para investigaciones, becas y préstamos para estudiantes, etc.) para quienes la realicen y obtengan el sello de calidad.
En los últimos meses, salieron a la palestra casos de universidades peruanas y facultades de dudosa calidad, entrelazados con escándalos políticos y hasta judiciales. La reacción efectista inmediata fue proponer que se suspendiera la apertura de nuevas universidades para evitar la proliferación de más universidades e institutos de mala calidad. Más recientemente, se ha sugerido prohibir la constitución de nuevas facultades de derecho en el país, en vista de la supuesta saturación del mercado y el exceso de oferta de abogados en todo el Perú.
Como ha quedado demostrado en el mundo entero, los controles cuantitativos para la educación superior no son una buena opción de política. Es iluso pensar que existen planificadores centrales iluminados que puedan adivinar mejor que el mercado las necesidades presentes y futuras del país. La experiencia de muy buenos colegios (y universidades e institutos) privados aparecidos en la última década en el país indican claramente que el dilema no es prohibir o no la aparición de nueva oferta. La mejor decisión política pasa por garantizar la calidad de la formación, por el lado de la acreditación, y por proveer de mayor y mejor información al mercado para la toma de decisiones adecuada, por el lado de los jóvenes y sus familias.
Tomemos el caso de la carrera de Derecho. En primer lugar, no queda claro que realmente exista la saturación flagrante de abogados en el país. En un estudio reciente sobre los retornos a la educación superior en el mercado laboral peruano, encontramos que los abogados figuraban en el tercio superior de las profesiones mejor remuneradas en el país (quinto lugar) con más de mil dólares de ingresos netos mensuales promedio. Asimismo, calculamos que el 87% de los abogados estaban empleados en ocupaciones profesionales afines a su carrera y que sólo 11% estaba subempleado profesionalmente y un 1% se encontraba totalmente desempleado (estos porcentajes se comparan muy favorablemente en relación al resto de profesionales peruanos que ostentan un 29% promedio de subempleo y 4% de desempleo abierto). Cabe anotar, adicionalmente, que estos estimados fueron realizados con datos de la primera mitad de la década del 2000, es decir, antes del ciclo de crecimiento económico enorme que ha tenido la economía peruana y que debe haber mejorado aún más los indicadores de desempeño profesional de los abogados bien formados en el país.
En segundo lugar, es probable que, ante la ausencia de una opción técnica superior en el ámbito jurídico, en muchos casos se estén empleando abogados para la tramitación de una infinidad de procedimientos que los podría realizar eficientemente un técnico jurídico con tres años de formación teórico práctica. En este caso, el problema sería más bien la rigidez con que se maneja el menú de profesiones técnicas autorizadas por el Ministerio de Educación para ofrecerse en los institutos superiores.
En resumen, la medida de prohibir toda nueva oferta de profesionales para evitar que aparezcan malos egresados suena eficaz, pero es totalmente inadecuada desde el punto de vista económico, porque es como prohibir la filmación de nuevas películas porque se detectaron algunas películas de mala calidad. Existen y existirán siempre nuevos proyectos de educación superior muy buenos y muy malos.
Dejemos que sea el mercado y los consumidores quienes, provistos de toda la información sobre la calidad y pertinencia del caso, tomen sus decisiones libremente y premien con mayor matrícula a las universidades e institutos que hacen mejor el trabajo de detectar las demandas presentes y futuras del sector productivo y castiguen con aulas vacías a las entidades que tienden a “estafar” con carreras poco empleables a muchos jóvenes poco informados.
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